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Armar el pesebre en nuestras casas nos ayuda a revivir la historia como se vivió en Belén. Naturalmente los Evangelios son siempre la fuente que permite conocer y meditar este suceso: más aun, la representación del pesebre ayuda a imaginar la escena, estimula los afectos, invita a sentirse  parte en la historia de la salvación, contemporáneos a un evento que está vivo y actual en los más diversos contextos históricos y culturales.

Especialmente, desde el origen franciscano, el pesebre es una invitación a “sentir” y “tocar” la pobreza que el Hijo de Dios eligió para su encarnación. Implícitamente es un llamado a seguirlo por el camino de la humildad, de la pobreza, del despojo, que desde el pesebre de Belén conduce a la Cruz. Es un llamado a encontrarlo y servirlo con  misericordia  en los hermanos y hermanas más necesitados.

Frente al pesebre, la mente viaja con gusto a la infancia, cuando éramos niños y con impaciencia se esperaba el momento de armarlo. Estos recuerdos nos hacen tomar conciencia del gran don que recibimos con la fe; y al mismo tiempo nos hacen sentir el deber y la alegría de participar con hijos y nietos en la misma experiencia.

No es importante cómo se prepara el pesebre, puede ser siempre igual o modificarse todos los años, lo que cuenta es que le hable a nuestra vida. Donde y , como sea, el pesebre cuenta el amor de Dios, un Dios que se hizo niño para decirnos qué cerca está del ser humano, en la condición que sea que se encuentre.

(Admirabile Signum)