CRISTIAN |
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Soy Cristian, tengo 39 años y vengo de un pequeño pueblo en la provincia de Brescia. Soy hijo único de una familia de trabajadores. Crecí con el ejemplo de mi papá y mi mamá que hicieron lo imposible para que no me falte nada, pero, a veces, desde la escuela, cuando llegaba y estaba solo envidiaba a mis amigos que tenían hermanos. Mi adolescencia paso entre la escuela y el fútbol, mi gran pasión. Era un jovencito tímido, pero a la vez un luchador: en el campo de futbol estaba lleno de energía, me sentía libre.
Terminé la escuela y me inscribí en un instituto secundario en el centro de la ciudad. Allí empecé con los primeros vicios, el alcohol, el cigarrillo, dejé la escuela hasta que fui al servicio militar. Las cosas parecían mejorar pero cuando regrese a casa, volví a la vida de antes. Comencé a trabajar en una fábrica y a ganar, pero nunca logré ahorrar un peso. Tenía todo pero no era feliz y no sabía por qué. También empecé a ir al estadio y entré en un torbellino peligroso.
Estuve en varios centros pero las cosas no cambiaban y el consumo de droga se hacía cada vez más pesado; mis amigos y parientes ya no querían saber más nada de mí. Dejé el trabajo y me encerré en casa; ¡ya no tenía nada! decidí vender el auto, y una señora que estaba allí, al escucharme hablar con el vendedor que era amigo mío, me dio el número de la Comunidad Cenacolo. Mi mamá fue la primera persona a la que le pedí ayuda para entrar a la Comunidad, y llorando de alegría me dijo: “¡Llegó tu momento!” Yo no entendí lo que quería decir.
Los coloquios los hice en Monza y luego de un mes y medio me encontré en la fraternidad de Terrassa, en España, donde encontré mis primeras dificultades, con la oración, para aceptar mis pobrezas, para hacer cuentas con mi consciencia. Un día tuve una situación fuerte con un hermano y me fui. Los hermanos vinieron detrás y me invitaron a regresar a casa. Entré en la capilla y frente a Jesús en el tabernáculo comencé a llorar como un niño por más de dos horas. Sentí muy fuerte la presencia de Dios que me perdonaba con toda su misericordia. Lloraba de alegría porque me sentí amado y entonces, empecé a aceptar mi pasado, a perdonarme y a querer mi vida. Recibí una lección de amor y de misericordia y cambió la amistad con mis hermanos. Luego de un año y siete meses me transfirieron a la segunda fraternidad española, en Tarragona donde en seguida me encontré bien. Luego de dos meses recibí una llamada de mi madre que me comunicaba la muerte de mi tío. Increíblemente, sentí paz y tranquilidad. Pude aplicar concretamente lo que me había enseñado la Comunidad: ¡fui a la capilla a rezar! Más tarde llegó el momento de la verifica y viví muchas cosas bellas con mi familia y también una realidad para aceptar: no podré regresar a vivir en mi pueblo nunca más. Agradezco a la Comunidad que me enseñó a levantarme luego de cada caída y seguir adelante. Me enseñó a pedir ayuda, a vencer mi egoísmo a través del servicio, a perdonar y a pedir perdón y me hizo conocer quién es Cristian verdaderamente. Ahora conozco lo que valgo y mis pobrezas, que trato de cambiar en el camino comunitario.
Agradezco a mis padres y a todos los hermanos que me ayudaron hasta ahora; agradezco a Dios por haberme salvado y sobre todo a “mamá” Elvira por ejemplo de su vida entregada y vivida en la fe concreta.