Sor Jennifer

 

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“¿Quieres vivir?” Son las palabras que me dijo Madre Elvira cuando la vi, hace años, en una peregrinación a Medjugorje, en el festival de los jóvenes. Mi respuesta fue un río de lágrimas. Jesús me estaba llamando a una vida nueva.

Nací en Estados Unidos, mis padres eran inmigrantes de Corea del Sur. Desde niña tenía mucha sensibilidad y necesidad de atención y amor. Sufría por ser la menos de las hermanas, me sentía excluida, celosa. Sobre todo, sufría porque me sentía más “fea” que mis compañeras “americanas”. Así, todo en mí debía ser perfecto: hacía de todo para empeñarme en el estudio, lograr los deportes y no engordar. Mi mundo se vino abajo cuando en la universidad no logré entrar en el equipo de baloncesto femenino. Ir al gimnasio ya no era para entrenar sino para quemar calorías y adelgazar, hasta que se hizo una dependencia. Conseguí terminar la carrera, pero no estaba bien. Algunos de mis profesores, sacerdotes y religiosos, me preguntaron si había pensado en una vocación religiosa, pero para mí eso era una “desgracia” y lo descarté. Pedí ayuda a psicólogos que me hacían hablar, pero no encontraban la solución. El antidepresivo no resolvía la tristeza que tenía. Dentro de mí había algo que decía que la vida no podía ser solo esto. Le grité a Dios…y en Medjugorge encontré a Madre Elvira y una nueva esperanza.

La propuesta de la Comunidad me encandiló. Yo pensaba que era una buena católica, pero me di cuenta que no era así. Poco a poco, gracias al don de la compartida y de la reconciliación, me fui abriendo. Vivir en fraternidad me hizo crecer y madurar en las relaciones humanas y fue un instrumento de sanación para lo cerrada y miedosa que era. Comprendí que mi vida es importante, que vale por sí misma y no necesito andar mendigando amor.

En la oración descubrí que la Palabra de Dos le hablaba a mi vida concreta. La oración del Rosario calmó la “guerra” que había en mi mente. Me sentía tan amada que un día en la capilla dije a Jesús: “¡Quiero consagrarte mi vida, para decirle a todas las chicas del mundo que son amadas, que no se hagan daño!” No sé por qué lo dije pues no tenía ningún deseo de hacerme religiosa. Le escribí una carta a Madre Elvira, que ese año había abierto la Casa de Formación de las hermanas consagradas y le pedí la posibilidad de hacer una experiencia con ellas.  Esperaba descubrir que Jesús, en realidad no me estaba llamando a la vida religiosa y así poder realizar mi sueño de enamorarme de mi “príncipe Azul” y quizá ir a la misión con él y vivir juntos una bella vida cristiana. Luego de unos meses hable por primera vez con Madre Elvira, me escuchó profundamente y decidimos juntas que comenzaría el camino del noviciado para ir hasta el fondo en mi búsqueda. Siempre estaré inmensamente agradecida a Madre Elvira porque ella vio antes que yo, que Dios me había creado con un corazón que Lo deseaba y quería amar a todos. Los primeros meses fueron una lucha, pero después, poco a poco me dejé conquistar por el Rey de Reyes. Así descubrí que ser llamada por Él no es una desgracia, como pensaba antes, sino el don más grande que Dios me podía hacer. Ahora mi vida estaba entregada a Jesús y a todos, no trabajaba más por ambición o para recibir aplausos sino por amor a Él y para construir el Reino de Dios. Agradezco el tiempo de misión que viví en Perú, en Villa Salvador y en Rayo de Luz, y después en la Casa de Formación, donde tuve el don de vivir con las hermanas y con Madre Elvira estos últimos años en que su cruz se hizo más pesada. Comprendí que el amor verdadero siempre pasa por la cruz…y si tengo los ojos y el corazón fijos en nuestro Esposo Crucificado y Resucitado, todo es posible. Hoy todavía soy una pobre llamada a vivir con los pobres y como pobre ¡muy feliz de formar parte de esta familia especial!