Hola, soy la hermana Jennifer, hoy estoy muy feliz de vivir, y soy muy feliz de ser una mujer consagrada de la Comunidad Cenacolo. Quiero compartir que antes de renacer a una vida nueva y de experimentar que Jesús vino verdaderamente para que yo tenga vida, para que la tenga en abundancia, tuve que pasar por la cruz. Crecí en una familia cristiana, mis padres emigraron a Estados Unidos para estudiar y buscar una vida mejor. Tenían un modo de ser y una cultura diversa de la de los americanos, lo que me incomodaba y me llevaba a juzgarlos, a rechazar mi aspecto físico y a mi parte coreana. En casa lo más importante era el estudio, la TV estaba guardada con llave y mis hermanas y yo solo podíamos mirar media hora por día. Iba a una escuela para aprender coreano, así que no tenía tiempo para salir con mis amigas. En el verano, en vez de ir a la playa, tenía que estudiar matemática para mejorar más mi capacidad. Los domingos no eran para relajarse e ir todos juntos al parque: íbamos a nuestra parroquia coreana para enseñar el catecismo y ayudar. Solo ahora, con los ojos de la fe y gracias a la sanación que Jesús operó en mi corazón, aprecio infinitamente a mis padres por la disciplina y la educación que me dieron. El hecho de que no me aceptaba y las dificultades que vivía para conciliar el mundo coreano con el mundo americano solo lo sabíamos Jesús y yo. Podía esconderme detrás de mi sonrisa, estar delante de mucha gente, lograba muy buenos resultados en el estudio y en los deportes, parecía una chica sin problemas, muy caritativa y empeñada en el voluntariado, pero al final, todas estas cosas eran para llenar el vacío que tenía adentro. Necesitaba amor y lo buscaba haciendo muchas cosas y buscando ser una chica perfecta, pero por dentro estaba sola e insatisfecha. Llegó un momento que me cansé de este juego: estaba harta de hacer de todo para aparentar, de correr tras mis ambiciones y de mi preocupación por tener una silueta perfecta. Empecé a vivir pensando solo en lo que comía: era más fácil refugiarme en la comida que pensar en mi vida, en el vacío que había en mi corazón, en lo infeliz que era…y poco apoco me destruía. Qué extraño: aún en esta muerte, dentro de mí había un gran deseo de amar mucho y amar a todos….deseaba ir al tercer mundo para ayudar a “los pobres”, pero no tenía amor por mí misma ni por mi vida. Agradezco a Dios que puso en mi camino personas, incluso hermanas y sacerdotes, que me quisieron y me ayudaron a sentir el amor de Dios. Alguno de ellos era profesor en mi Universidad que más de una vez me propuso tomar en consideración la idea de consagrarme. Ciertamente estaba en la búsqueda de algo más, algo que satisficiese y llenara este anhelo profundo de mi corazón, pero no pensaba en hacerme hermana porque yo quería mi príncipe azul. Probé de todo: psicólogos, antidepresivos, Alcohólicos Anónimos y los grupos de contención para las personas que tenían problemas con la comida, no podía aceptar que mi vida terminara así. Hasta que le grité a Dios: “¡O comienzo a vivir verdaderamente o prefiero la muerte!” Luego de este pedido de ayuda, la Virgen me llamó para ir al Festival de los Jóvenes en Medjujorie y allí encontré la Comunidad Cenacolo, mi salvación. La Comunidad me enseñó a vivir, por primera vez comencé a mirarme por dentro y a conocerme. Tuve muchas oportunidades para confrontarme con mis dones y con mis límites y nunca me sentí juzgada por mis pobrezas. Tuve la posibilidad de enfrentar el sufrimiento y me ayudaron a no escapar y abrazar la cruz. Jesús me hizo experimentar su humanidad a través de los gestos concretos de las personas que vivían conmigo. Descubrí lo que significa la amistad, la paciencia, el perdón….me sentí amada, lo que me dio la fuerza y el deseo de ser yo también don para los demás. Poco a poco, con la ayuda de la oración y de la Adoración Eucarística, el egoísmo, la tristeza, el rechazo que tenía en el corazón dejaron lugar a la paz, a las ganas de vivir, a la alegría. Luego de mi primer año en Comunidad le dije a Jesús que quería consagrarme…pero no que quería hacerme monja. Quería vivir una vida plena, llena de niños, con libertad para partir, ayudar, amar a todos, pero todavía esperaba mi príncipe azul. Pasaba el tiempo y le pedía a Dios poder entender Su voluntad. Al final comprendí que Jesús no impone nada, Él quiere hacerme feliz y realizar mi vida. Elegí yo ser monja. La oración me hizo comprender que el camino de la consagración es el que más se corresponde con mi persona y los deseos más profundos de mi corazón. Hoy me siento en mi lugar, libre para vivir y amar, para equivocarme y recomenzar, para ser como soy. Todos los días experimento la obra de Dios en mi vida y que Él me sostiene. Esta es mi vida consagrada a Dios hoy: Decir “sí” a su amor y dejar que Él habite mi pobre humanidad para ser madre, hermana, amiga universal de los niños, de los misioneros y de las hermanas con las que vivo. ¡Qué historia fantástica!

Sor Jennifer